viernes, 3 de septiembre de 2010

PEDAGOGIA CONTEMPORANEA ( JOHN DEWEY)

Durante el decenio de 1890, Dewey pasó gradualmente del idealismo puro para orientarse hacia el pragmatismo y el naturalismo de la filosofía de su madurez. Sobre la base de una psicología funcional que debía mucho a la biología evolucionista de Darwin y al pensamiento del pragmatista William James, empezó a desarrollar una teoría del conocimiento que cuestionaba los dualismos que oponen mente y mundo, pensamiento y acción, que habían caracterizado a la filosofía occidental desde el siglo XVII Para él, el pensamiento no es un conglomerado de impresiones sensoriales, ni la fabricación de algo llamado “conciencia”, y mucho menos una manifestación de un “Espíritu absoluto”, sino una función mediadora e instrumental que había evolucionado para servir los intereses de la supervivencia y el bienestar humanos.
Esta teoría del conocimiento destacaba la “necesidad de comprobar el pensamiento por medio de la acción si se quiere que éste se convierta en conocimiento”. Dewey reconoció que esta condición se extendía a la propia teoría (Mayhew y Edwards, 1966, p. 464). Sus trabajos sobre la educación tenían por finalidad sobre todo estudiar las consecuencias que tendría su instrumentalismo para la pedagogía y comprobar su validez mediante la experimentación.
Dewey estaba convencido de que muchos problemas de la práctica educativa de su época se debían a que estaban fundamentados en una epistemología dualista errónea –epistemología que atacó en sus escritos del decenio de 1890 sobre psicología y lógica–, por lo que se propuso elaborar una pedagogía basada en su propio funcionalismo e instrumentalismo. Tras dedicar mucho tiempo a observar el crecimiento de sus propios hijos, Dewey estaba convencido de que no había ninguna diferencia en la dinámica de la experiencia de niños y adultos. Unos y otros son seres activos que aprenden mediante su enfrentamiento con situaciones problemáticas que surgen en el curso de las actividades que han merecido su interés. El pensamiento constituye para todos un instrumento destinado a resolver los problemas de la experiencia y el conocimiento es la acumulación de sabiduría que genera la resolución de esos problemas. Por desgracia, las conclusiones teóricas de este funcionalismo tuvieron poco impacto en la pedagogía y en las escuelas se ignoraba esta identidad entre la experiencia de los niños y la de los adultos.
Dewey afirmaba que los niños no llegaban a la escuela como limpias pizarras pasivas en las que los maestros pudieran escribir las lecciones de la civilización. Cuando el niño llega al aula “ya es intensamente activo y el cometido de la educación consiste en tomar a su cargo esta actividad y orientarla” (Dewey, 1899, pág. 25). Cuando el niño empieza su escolaridad, lleva en sí cuatro “impulsos innatos –el de comunicar, el de construir, el de indagar y el de expresarse de forma más precisa”– que constituyen “los recursos naturales, el capital para invertir, de cuyo ejercicio depende el crecimiento activo del niño” (Dewey, 1899, pág. 30). El niño también lleva consigo intereses y actividades de su hogar y del entorno en que vive y al maestro le incumbe la tarea de utilizar esta “materia prima” orientando las actividades hacia “resultados positivos” (Mayhew y Edwards, 1966, pág. 41).
Esta argumentación enfrentó a Dewey con los partidarios de una educación tradicional “centrada en el programa” y también con los reformadores románticos que abogaban por una pedagogía “centrada en el niño”. Los tradicionalistas, a cuyo frente se encontraba William Torrey Harris, Comisionado de Educación de los Estados Unidos, eran favorables a una instrucción disciplinada y gradual de la sabiduría acumulada por la civilización. La asignatura constituía la meta y determinaba los métodos de enseñanza. Del niño se esperaba simplemente “que recibiera, que aceptara. Ha cumplido su papel cuando se muestra dócil y disciplinado” (Dewey, 1902, pág. 276). En cambio, los partidarios de la educación centrada en el niño, como G. Stanley Hall y destacados miembros de la National Herbart Society, afirmaban que la enseñanza de asignaturas debía subordinarse al crecimiento natural y desinhibido del niño. Para ellos, la expresión de los impulsos naturales del niño constituía el “punto de partida, el centro, el fin” (ibid.). Estas diferentes escuelas de pensamiento libraban un feroz combate en el decenio de 1890. Los tradicionalistas defendían los conocimientos duramente adquiridos a lo largo de siglos de lucha intelectual y consideraban que la educación centrada en el niño era caótica, anárquica, una rendición de la autoridad de los adultos, mientras que los románticos celebraban la espontaneidad y el cambio y acusaban a sus adversarios de reprimir la individualidad de los niños mediante una pedagogía tediosa, rutinaria y despótica.
Para Dewey, este debate era el reflejo de otro pernicioso dualismo, al que se opuso. Según él, podía resolverse la controversia si ambos bandos “se deshacen de la idea funesta de que hay una oposición (más que una diferencia de grado) entre la experiencia del niño y los diversos temas que abordará durante sus estudios. En lo que se refiere al niño, hay que saber si su experiencia ya contiene en ella elementos –hechos y verdades– del mismo tipo de los que constituyen los estudios elaborados por adultos; y, lo que es más importante, en qué forma contiene las actitudes, los incentivos y los intereses que han contribuido a desarrollar y organizar los programas lógicamente ordenados. En lo que se refiere a los estudios, se trata de interpretarlos como el resultado orgánico de las fuerzas que intervienen en la vida del niño y de descubrir los medios de brindar a la experiencia del niño una madurez más rica” (ibid. pág. 277-278).
Es bien conocida la crítica de Dewey a los tradicionalistas por no relacionar las asignaturas del programa de estudios con los intereses y actividades del niño. En cambio, a menudo se pasan por alto sus ataques contra los partidarios de la educación centrada en el niño por no relacionar los intereses y actividades del niño con las asignaturas del programa. Algunos críticos de la teoría pedagógica de Dewey han confundido su postura con la de los románticos, pero él diferenciaba claramente su pedagogía de la de aquéllos. El peligro del romanticismo, decía, es que considera “las facultades e intereses del niño como algo importante de por sí” (Ibid. pág. 280). Sería erróneo cultivar las tendencias e intereses de los niños “tal como son”. Una educación eficaz requiere que el maestro explote estas tendencias e intereses para orientar al niño hacia su culminación en todas las materias, ya sean científicas, históricas o artísticas. “En realidad, los intereses no son sino aptitudes respecto de posibles experiencias; no son logros; su valor reside en la fuerza que proporcionan, no en el logro que representan” (ibid.). Las asignaturas del programa ilustran la experiencia acumulada por la humanidad y hacia esto apunta la experiencia inmadura del niño. Y Dewey concluía con estas palabras: “Los hechos y certezas que entran en la experiencia del niño y los que figuran en los programas estudiados constituyen los términos iniciales y finales de una realidad. Oponer ambas cosas es oponer la infancia a la madurez de una misma vida; es enfrentar la tendencia en movimiento y el resultado final del mismo proceso; es sostener que la naturaleza y el destino del niño se libran batalla” (ibid. pág. 278).
La pedagogía de Dewey requiere que los maestros realicen una tarea extremadamente difícil, que es “reincorporar a los temas de estudio en la experiencia” (ibid., pág. 285). Los temas de estudio, al igual que todos los conocimientos humanos, son el producto de los esfuerzos del hombre por resolver los problemas que su experiencia le plantea, pero antes de constituir ese conjunto formal de conocimientos, han sido extraídos de las situaciones en que se fundaba su elaboración.
Para los tradicionalistas, estos conocimientos deben imponerse simplemente al niño de manera gradual, determinada por la lógica del conjunto abstracto de certezas, pero presentado de esta forma, ese material tiene escaso interés para el niño, y además, no le instruye sobre los métodos de investigación experimental por los que la humanidad ha adquirido ese saber. Como consecuencia de ello, los maestros tienen que apelar a motivaciones del niño que no guardan relación con el tema estudiado, por ejemplo, el temor del niño al castigo y a la humillación, con el fin de conseguir una apariencia de aprendizaje. En vez de imponer de esta manera la materia de estudio a los niños (o simplemente dejar que se las ingenien por sí solos, como aconsejaban los románticos), Dewey pedía a los maestros que integraran la psicología en el programa de estudios, construyendo un entorno en el que las actividades inmediatas del niño se enfrenten con situaciones problemáticas en las que se necesiten conocimientos teóricos y prácticos de la esfera científica, histórica y artística para resolverlas. En realidad, el programa de estudios está ahí para recordar al maestro cuáles son los caminos abiertos al niño en el ámbito de la verdad, la belleza y el bien y para decirle: “les corresponde a ustedes conseguir que todos los días existan las condiciones que estimulen y desarrollen las facultades activas de sus alumnos. Cada niño ha de realizar su propio destino tal como se revela a ustedes en los tesoros de las ciencias, el arte y la industria” (ibid., pág. 291).
Si los maestros enseñaran de esta forma, orientando el desarrollo del niño de manera no directiva, tendrían que ser, como reconocía Dewey, profesionales muy capacitados, perfectamente conocedores de la asignatura enseñada, formados en psicología del niño y capacitados en técnicas destinadas a proporcionar los estímulos necesarios al niño para que la asignatura forme parte de su experiencia de crecimiento. Como señalaban dos educadoras que trabajaron con Dewey, un maestro de esa índole tiene que poder ver el mundo con los ojos de niño y con los del adulto.
“Como Alicia, el maestro tiene que pasar con los niños detrás del espejo y ver con las lentes de la imaginación todas las cosas, sin salir de los límites de su experiencia; pero, en caso de necesidad, tiene que poder recuperar su visión corregida y proporcionar, con el punto de vista realista del adulto, la orientación del saber y los instrumentos del método” (Mayhew y Edwards, 1966, pág. 312). Dewey admite que la mayoría de los maestros no poseen los conocimientos teóricos y prácticos que son necesarios para enseñar de esta manera, pero consideraba que podían aprender a hacerlo.
Democracia y educación
La formación del carácter del niño, el programa moral y político de la escuela, se califican a veces de “programa oculto”, pero en el caso de Dewey este aspecto de su teoría y práctica pedagógicas no fue menos explícito, aunque bastante menos radical, que el resto de los objetivos asignados al programa de estudios. Dewey no dudaba en afirmar que “la formación de un cierto carácter” constituía “la única base verdadera de una conducta moral”, ni en identificar esta “conducta moral” con la práctica democrática (Dewey, 1897b).
Según Dewey, las personas consiguen realizarse utilizando sus talentos peculiares a fin de contribuir al bienestar de su comunidad, razón por la cual la función principal de la educación en toda sociedad democrática es ayudar a los niños a desarrollar un “carácter” –conjunto de hábitos y virtudes que les permita realizarse plenamente de esta forma. Consideraba que, en su conjunto, las escuelas norteamericanas no cumplían adecuadamente esta tarea. La mayoría de las escuelas empleaban métodos muy “individualistas” que requerían que todos los alumnos del aula leyeran los mismos libros simultáneamente y recitaran las mismas lecciones. En estas condiciones, se atrofian los impulsos sociales del niño y el maestro no puede aprovechar el “deseo natural del niño de dar, de hacer, es decir, de servir (Dewey, 1897a, pág. 64). El espíritu social se sustituye por “motivaciones y normas fuertemente individualistas”, como el miedo, la emulación, la rivalidad y juicios de superioridad e inferioridad, debido a lo cual los más débiles pierden gradualmente su sentimiento de capacidad y aceptan una posición de inferioridad continua y duradera”, mientras que los más fuertes alcanzan la gloria, no por sus méritos, sino por ser más fuertes” (Dewey, 1897a, págs. 64 y 65). Dewey afirmaba que para que la escuela pudiera fomentar el espíritu social de los niños y desarrollar su espíritu democrático tenía que organizarse en comunidad cooperativa.
La educación para la democracia requiere que la escuela se convierta en “una institución que sea, provisionalmente, un lugar de vida para el niño, en la que éste sea un miembro de la sociedad, tenga conciencia de su pertenencia y a la que contribuya” (Dewey, 1895, p. 224).
La creación en el aula de las condiciones favorables para la formación del sentido democrático no es tarea fácil, ya que los maestros no pueden imponer ese sentimiento a los alumnos; tienen que crear un entorno social en el que los niños asuman por sí mismos las responsabilidades de una vida moral democrática. Ahora bien, señalaba Dewey, este tipo de vida “sólo existe cuando el individuo aprecia por sí mismo los fines que se propone y trabaja con interés y dedicación personal para alcanzarlos” (Dewey, 1897a, pág. 77). Dewey reconocía que pedía mucho a los maestros y por ello, al describir su función e importancia social a finales del decenio de 1890, volvió a recurrir al evangelismo social, que había abandonado, llamando al maestro “el anunciador del verdadero reino de Dios” (Dewey, 1897b, pág. 95).
Como da a entender en su testamento, la teoría educativa de Dewey está mucho menos centrada en el niño y más en el maestro de lo que se suele pensar. Su convicción de que la escuela, tal como la concibe, inculcará en el niño un carácter democrático se basa menos en la confianza en las “capacidades espontáneas y primitivas del niño” que en la aptitud de los maestros para crear en clase un entorno adecuado “para convertirlas en hábitos sociales, fruto de una comprensión inteligentede su responsabilidad” (Dewey, 1897b, págs. 94 y 95).
La confianza de Dewey en los maestros también reflejaba su convicción, en el decenio de 1890, de que “la educación es el método fundamental del progreso y la reforma social” (Dewey, 1897b, pág. 93). Hay una cierta lógica en ello. En la medida en que la escuela desempeña un papel decisivo en la formación del carácter de los niños de una sociedad, puede, si se la prepara para ello, transformar fundamentalmente esa sociedad. La escuela constituye una especie de caldo de cultivo que puede influenciar eficazmente el curso de su evolución. Si los maestros desempeñaran realmente bien su trabajo, apenas se necesitaría reforma: del aula podría surgir una comunidad democrática y cooperativa.
La dificultad estriba en que la mayoría de las escuelas no han sido concebidas para transformar la sociedad, sino para reproducirla. Como decía Dewey, “el sistema escolar siempre ha estado en función del tipo de organización de la vida social dominante” (Dewey, 1896b, pág. 285). Así pues, las convicciones acerca de las escuelas y los maestros que esbozó en su credo pedagógico no apuntaban tanto a lo que era, sino a lo que podría ser. Para que las escuelas se convirtieran en agentes de reforma social y no de reproducción social, era preciso reconstruirlas por completo. Tal era el objetivo más ambicioso de Dewey como reformador educativo: transformar las escuelas norteamericanas en instrumentos de la democratización radical de la sociedad americana.

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